miércoles, 23 de mayo de 2012

AYORA POR LOS CUATRO COSTADOS


Entrando a Ayora podemos hacerlo, bien por el norte o sur, saliente o poniente. Desde cualquier punto elegido el panorama cambia, pero invariablemente siempre veremos un estrecho valle encerrado entre hermosas montañas de suelos calizos con manchas de tierra ocre y grisácea y un cielo alto y duro. 
Una vez llegados a la población recorrerla calle a calle resulta fácil y placentero; muchas de estas vías son anchas y llanas y hasta las más reducidas o empinadas están limpias; la edificación -en general- tiene un buen ver destacando abundantes casas primorosas y con solera. El ambiente que se respira en las primeras horas de la mañana -que es cuando la visitamos- es sosegado. No hay  gente en las calles. Cruzamos el bonito jardín a la entrada, vamos hacia la Plaza Mayor y callejones contigüos, siendo raro encontrarnos con alguien. Coches y motos, sí, pero parece como si las personas activas hubieran salido ya al trabajo, los chiquillos no caminasen aún a  escuela, y los jubilados,  friso acostumbrado de plazas y esquinas en estos pueblos rurales, durmieran todavía.   
Pero retrocedamos en nuestro deambular; volvamos al principio de la población ya que nuestro cometido hoy es mirar al pueblo desde los distintos caminos  que nos llevan a él, verlo «por los cuatro costados» Uno de estos senderos (o carreteras) con mayor afluencia de visitantes es la que llega desde Almansa. Seis u ocho kilómetros antes de la llegada, al bajar la «cuesta de la Peña», es cuando aparece Ayora realmente pintoresca y bonita. Su apariencia es apacible, serena, como bañada en una luz matizada de blancos fragantes. Pequeñas colinas, regatos, y vaguadas ondulan suavemente el terreno donde aparecen olivos, almendros, grandes bancales de sembradura y alguna pequeña y solitaria viña. Al fondo aparece el derruido pero imponente castillo flanqueado a ambos lados por el abrupto cerro de «los Calderones» y la pinada «del Rosario».
Ya encima del pueblo, en la misma «curva de San Antón». Algo llama nuestra atención, mejor dicho, dos cosas nos sorprenden, una, la extraordinaria Cruz de término, de piedra de sillería berroqueña, del año 1583,  y otra, el vergonzoso estado de abandono en que se encuentra tan preciada joya.  Parece mentira, pero es una verdad clamando al cielo,  que en tan estratégico espacio estén juntas la belleza y la dejadez, el arte y la basura.  
Pasada la curva surge, como un pronto, el pueblo arrimado a su Castillo cuyos flancos aparecen roídos y esquilmados. Nuestra vista, que habíamos desviado contrariada por una ángulo poco agraciado, recobra su brillo al llegar al bonito jardín.
Frente a este punto de llegada, se halla el opuesto, hacia el norte, viniendo de Requena. El encuadre de la población cambia. Cuando  estamos llegando,  pasando  «Revuelta Bolís», la instantánea del pueblo deslumbra. Diríamos que es  «la postal» preferida por los turistas y también por los nativos. Una intensa pero laminada luz de mañana baña la villa profusamente. Recorta su silueta la esbelta torre de la Iglesia. Divisamos al fondo el Monte Mayor; a los pies, la feraz huerta del Llano, esmaltada hoy de casitas y chalés. El Castillo, enfrente, que semeja media luna,  pregonando  su origen árabe, ya que, incluso ésta palabra «Ayora», en lenguaje bereber,  significa la «media luna».
Siendo dilecta la anterior perspectiva, aún hay otra para mi opinión mas sugestiva. Es al venir desde Albacete.
Precisamente, cerca ya de Ayora, doblando «la Pedriza», es cuando la vista del pueblo queda  mejor encuadrada. Porque todo el colorido de casas y  cielo,  de  árboles y  tierras, se recorta nítido bajo el profundo azul de la lejana Sierra. 
Una vez cesado el deslumbramiento, cambiamos de rumbo. Vamos ahora hacia  donde llega el sol al amanecer, hacia Levante, por los senderos de Palaz, la Hortichuela, el Hoyo la Balsa, Pozuelo. Observamos que  también Ayora se hizo mirando a Valencia,  aunque solo aparezca su imagen en fugaces escorzos. Desde el «Castillico Palaz» hasta desde cualquier altozano, surgen los peñascos agrios y hostiles -mirados desde aquí- del Castillo que guarda celosamente sus casas a nuestra vista. Será preciso llegar hasta la Glorieta para contemplarlas, aunque las piedras del Castillo aún nos miren desafiantes.
Tras el hosco enfrentamiento con las rocas siempre amenazando caer, es momento de tomar un respiro...y un café. Nos encontramos en la entrada oficial del pueblo, donde abundan los bares...y escasea la gente en este pueblo poco madrugador.
Precisamente esa ausencia de personal hace más serena y relajada la visita a Ayora. Hemos entrados por diversos ángulos pero todavía nos restan otros, un tanto inéditos o poco frecuentados, pero asimismo, interesantes. Nombremos uno de ellos, situado  alrededor de los llamados «Cuatro Caminos», yendo al Almendolero, pasada la Fontizuela, escorado el «Cerro Murciano»,  junto a la «Solanica Lagar», subiendo la cuesta de Alpera o las Arguayas,  y mirando allá la «Cuestecica de los Frailes». Desde cualquiera de estos vértices, siempre veremos como un sueño, la mole del castillo, desde aquí, un tanto desconocida.
Dejo para el final una perspectiva, no muy citada, pero que me gusta especialmente. Es desde cualquier cerrico o montaña al venir desde el vecino pueblo de Zarra, teniendo como eje el antiguo camino, hoy carretera. Uno de sus desvíos, llamado «de la Marsilla», en término de Zarra, resulta muy revelador para mirar hacia Ayora. Entre los innumerables y sinuosos olivos,  sorteando continuas y escalofriantes curvas, allá donde se formó trabajosamente un pequeño bancal, es, donde al verlo y pisarlo,  pienso «aquí es donde me haría yo una casica». En realidad, toda Ayora está repleta de sitios «para hacerme casicas»; pero muchas otras gentes - a las que pasó igual- se me adelantaron  y todo el término aparece -contraviniendo los absurdos planes de urbanización- esmaltado de estas célebres edificaciones, denostadas por arquitectos, pero muy queridas por toda la población.
Así, cuando asomamos nuestros ojos hacia la bonita villa que nos vió nacer, desde las elevadas montañas que la rodean ( Monte Mayor, Palomera, Atalayas, Cabeza Pinosa, Alto del «Estao», la Cumbre, Caroche,  etc,)  aún nos gusta más porque además de ver el pueblo, vemos las casicas, la tuya y la mía, la del amigo, la del abuelo.
En fin, queridos paisanos, estar en Ayora es disfrutar de Ayora, salir fuera de las paredes de nuestros domicilios, recorrer el término, divisar la villa desde cualquier esquina del paisaje que nos circunda. Es un ejercicio bonito y saludable que les recomiendo. No se lo pierdan.

José Martínez Sevilla

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